Graciela Huinao (Chaurakawin, Osorno, 1956) presentó Desde el fogón de una casa de putas williche (Pakarina Ediciones, 2025), en la Feria Internacional del Libro de Lima de este año. Es una lectura que desborda la etiqueta de «novela» y desafía la expectativa de la trama formal. Lo que a primera vista podría juzgarse como una suma de anécdotas dispersas se revela como una suerte de memoria colectiva en donde la oralidad williche organiza la historia, dicta sus ritmos y fija su ética. La eficacia del libro reside en su negativa a someterse a una estructura canónica. Huinao renuncia a la arquitectura clásica y restituye las voces comunitarias.
La obra se sitúa en la comunidad del Rawe Bajo, ciudad de Osorno, región de Los Lagos, Chile. El libro consta de veinticinco capítulos, cada uno consagrado a un personaje. La oralidad rige el relato y preserva la experiencia y el conocimiento colectivo.
Un tema fundamental en esta obra es el lenguaje. En la cosmovisión mapuche, el «ser total» no se disgrega de manera binaria ni tampoco hay nociones morales como «pecado» o «culpa» como en el cristianismo. Del mismo modo, en mapudungún no existe un término equivalente a «compraventa de sexo» que capture sin distorsión la práctica moderna que el castellano designa como trabajo sexual. La obra coloca a sus personajes en esa fricción semántica y muestra cómo los términos importados instauran imaginarios y, con ellos, regímenes de valoración. El resultado es una invitación a leer desde fuera de la moralización y a escuchar la experiencia en su propio registro.
Dentro del coro de voces, Pinkoya concentra varias imágenes emblemáticas. Su aura, según se cuenta, proviene del adiestramiento sexual recibido en la mítica cueva de Kikabi, en Chiloé, tierra de brujos en el folklore local. La escena en que sostiene su partida de nacimiento, donde se la nombra «Fresia Wiska, sin padre ni madre», condensa una ética del origen. No hay afán por recomponer genealogías al modo occidental. Para Pinkoya, bastan los rasgos y la sangre originaria que marcan su rostro y su forma de estar en el mundo.
La memoria de la violencia, la violación a manos de un camionero cuando era niña, no se explota en clave miserabilista ni para una moraleja. Huinao muestra, con sobriedad, la transacción que devino en la fundación de la casa de putas, desplazando el énfasis del daño hacia la agencia. Asimismo, en ese tránsito se ilumina también el conflicto interétnico. La segregación por «india» y «puta» y la réplica orgullosa de Pinkoya a la injuria de algún wingka (no mapuche), «¿de qué cárcel vino tu abuelo?», muestra su ironía que invierte el agravio y logra afirmar que «la puta madre patria» la adoptó. Así, Huinao emplea el lenguaje para reivindicar la voz williche y apartarse de la narrativa colonizadora.
La Culítica aparece como contrapunto. Es una mujer autodidacta que muestra interés por conocer técnicas wingka para llevar el negocio. Logra aprender a leer y escribir, lleva la contabilidad de la casa de putas en una pizarra y, a los sesenta años, compra un local para abrir una tienda de abarrotes. Su trayectoria desarma estereotipos. El cierre de su capítulo, que recuerda la ausencia de descendencia y la persistencia de un recuerdo marcado por la tristeza, devuelve una nota elegíaca que no anula, sin embargo, la potencia de su agencia.
En Yanki, la hija de Pinkoya, se concentran las tramas de clase, etnicidad y género en la escuela, espacio de disciplinamiento wingka. La discriminación docente y el estigma de ser «hija de una puta india» frustran su proyecto educativo y la empujan a naturalizar un destino: «para qué tanto estudio si cuando grande voy a ser puta». Su enamoramiento de un champuria (mestizo) ladrón, que no cumple promesas, añade una capa de vulnerabilidad afectiva que la narración trata con una sobriedad que evita la caricatura moral y la victimización condescendiente.
La clientela también tiene voz y allí destaca el capítulo de El burro y el macho, dos ancianos williche cuyo legado es la danza tradicional. Sus relatos de guerra y de la traición tras el último levantamiento williche, su nomadismo forzado en la montaña y la precariedad de quienes no lograron «echar raíces» convirtieron el fogón de la casa de putas en un archivo vivo. Entre tragos, bromas y apodos, los personajes narraban sus padecimientos en la guerra y cómo fueron traicionados por los chilenos al «hacer las paces» en el último levantamiento williche y afirmaban haber sido testigos de ese tratado en el cual el pueblo mapuche había salido tan perjudicado.
La violencia aparece sin regodeo y la sexualidad sin moraleja. En ese cruce de ética y forma radica la mayor apuesta del libro. Huinao hace literatura sin pedir permiso al canon para fijar la memoria de aquella casa de putas como una serie de fogonazos y restituir las voces que la lengua de la conquista quiso silenciar. Desde el fogón de una casa de putas williche es, en suma, un libro de la memoria. Es una contribución para pensar cómo el lenguaje modela nuestra visión del mundo y cómo, al resguardar la oralidad, una comunidad se narra y existe.