Aurora Venturini (La Plata, 1922 - Buenos Aires, 2015) construyó una narrativa en la que la sexualidad es un detonante de asco y disidencia. En El marido de mi madrastra (Tusquets, 2024) y Cuentos secretos (Tusquets, 2021) lo repulsivo es una compleja respuesta al sexo, al deseo, al cuerpo ajeno, a la maternidad e incluso a la infancia.
Rocío Silvia-Santisteban define la aversión en su investigación El factor asco (Red para el desarrollo, 2008) como un complejo de miedo, asco y odio en el que el sujeto, ante lo incontrolable, despliega una actitud de superioridad para defenderse. Venturini explotó esta dinámica convirtiendo la repugnancia en un escudo político que desmantela la idea de la sexualidad como requisito para existir. El lector lo advierte de inmediato en su novela Las primas (Página 12, 2007), por ejemplo, cuando la narradora, Yuna, ve «el único pito viviente» de Juanito, el loco de uñas largas y negras, y concluye que «tan solo el contacto entre ese miembro y una cotorra podría engendrar atrocidades». El asco, en este caso, es una suerte de epifanía. Venturini detecta la latente violencia masculina. La prosa reitera la asociación entre sexo y agresión en su colección Cuentos secretos. En relatos como El rincón, Espécimen y, sobre todo, Náuseas, la figura paterna se funde con Cronos y la materna con Medea, trastocando los roles parentales para evidenciar que la institución familiar puede incubar violencia.
Asimismo, a esta estética del asco se suma la asexualidad como forma de resistencia. Cuando irrumpe lo erótico, la sintaxis se fisura. Surgen puntos suspensivos, cláusulas truncas y repeticiones hipnóticas que dramatizan la negativa de los personajes a «dar testimonio» de deseo, una renuncia que encuentra eco en Rafia Zakaria, quien confiesa en Contra el feminismo blanco (Continta me tienes, 2022):
«Apoyaba enérgicamente la liberación sexual y la expresión de la sexualidad, pero no entendía por qué tenía que ser lo más esencial o incluso lo más visible de mi persona. Llevé permanentemente a hombros, durante todo el semestre, la pesada carga de tener que demostrar que no era una reprimida sexual (para ganarme así la etiqueta de ‘feminista’ y ser digna de respeto y de voz en aquella sala)».
Las palabras de Zakaria reflejan la desobediencia de los personajes de Venturini. El asco es su manera de negarse a los mandatos sociales que reducen la existencia a la experiencia sexual o reproductiva. Por ejemplo, en el cuento Laura Láinez de la colección El marido de mi madrastra, la narradora lanza una afirmación de lo más incómoda: «Los maduros matrimonios ayuntados toda la noche me dan asco». Se podría inferir un conservadurismo pero, en este caso me parece más bien una crítica a la institución del matrimonio.
En muchos de los cuentos, el sexo aparece como algo impuesto por los adultos que irrumpe de forma violenta o grotesca en la infancia. En El marido de mi madrastra, cuento que da nombre a dicha colección, ese ingreso se vive como trauma: «mi mamá me miraba con un odio tan profundo que aún me quema las entrañas. ‘Atorrantita… atorrantita… cómo te gusta’». La sexualidad de los personajes de Venturini, cuando aparece, no está asociada al placer, sino al castigo, la vigilancia o al poder.
La soledad de los protagonistas Venturinianos funciona como espacio de autonomía. Tanto en la novela Las amigas (Tusquets, 2020) como en los relatos ¡Goool! y Rebeca en Cuentos secretos, se describe una vejez sin aprendizaje ni redención, pero también sin la ansiedad que suele acompañar la búsqueda del amor romántico. Yuna, tras ascender socialmente, exige lealtad de Petra y Antonella más allá de su salario. Encarna una actitud gamonal que revela cómo el poder material puede suplantar las relaciones fraternales. Asimismo, la protagonista de ¡Goool! abraza una existencia solitaria por decisión propia, demostrando que la renuncia al vínculo erótico puede ser elección y no carencia.
En contraste, en el cuento Los muebles de roble de Otilia Otranto, Venturini desplaza el foco hacia un cuerpo femenino desbordado que la narradora monstrifica. El asco se dirige aquí a un deseo enrarecido. La tía Otilia se niega a llevar un marido a la casa porque siente que los espectros de la familia se lo prohíben. En esa negativa, el deseo aparece como fuerza perturbadora capaz de fracturar su relación con los muertos. Con las sombras familiares.
De todos los cuentos de Venturini, El patio es mi favorito. Relata la pérdida de la inocencia a través de la muerte de un cabrito y muestra cómo la ficción nace de esa herida: «Al rebasar la edad, el Bebe dejó de venir… Todos nos caemos de la infancia. Algunos nos rompemos». La frase resume la poética de la escritora que concilia ternura y brutalidad.
La infancia en los cuentos de Venturini es una etapa ambigua, frágil, a veces incluso tenebrosa, en donde sus narradoras afirman cosas como «mal tiempo es la infancia». La ruptura, el trauma, el aislamiento son comunes en esos niños que navegan el mundo con asombro y horror. A través de esa mirada infantil, Venturini pone en duda todo lo que damos por hecho: la familia, el amor, la identidad y el cuerpo.
La sintaxis rota, el léxico vehemente (todos son asquerosos o imbeciloides o ambas cosas) y la imaginería casi gótica convierten a Venturini en revolucionaria de la tradición literaria argentina. Lo radical es su respuesta a la pregunta feminista clásica de si la sexualidad puede o no ser emancipadora. Venturini propone otra cuestión: ¿puede la emancipación prescindir de la sexualidad? Sus protagonistas responden con asco, silencio y una soledad que rompe el guion heteronormativo. Lo «monstruoso», entonces, deja de ser estigma y se convierte en territorio de resistencia, es decir, negar la centralidad del deseo no reprime a las personajes, sino que reclama en un registro menos visible, quizá más silencioso y más libre.